El crimen organizado en Colombia evolucionó de los grandes carteles de los años 80 y 90 a una cuarta generación de estructuras en red, más flexibles, horizontales y especializadas, que han «domesticado» la violencia y cooptado al Estado para hacerlo funcional a sus intereses, según una radiografía de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) y el Diálogo Interamericano que analiza las últimas décadas de este fenómeno.
El informe explicó que, mientras el país centró su atención en las mutaciones del conflicto armado, el crimen organizado también se transformó y fortaleció, creando un contexto de seguridad híbrido donde la línea que separa a los grupos insurgentes de los criminales es cada vez más difusa. Estas organizaciones demostraron una alta capacidad de adaptación a los cambios políticos, sociales y económicos del país, así como a las estrategias del Estado para combatirlas.
El estudio identificó una cuarta generación del crimen organizado en Colombia que evidencia un alto grado de aprendizaje. La primera generación la conformaron los grandes carteles como el de Medellín y el de Cali en los 80 y 90. Tras su desmonte, surgieron los llamados “cartelitos”, como el del Norte del Valle y la Oficina de Envigado, mientras las FARC y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) comenzaron a tener una mayor presencia en los cultivos de coca hasta controlar las grandes rutas de la cocaína.
La tercera etapa nació tras la desmovilización de las AUC con la aparición de las Bacrim (bandas criminales), grupos herederos del paramilitarismo como los Urabeños (hoy Clan del Golfo), que consolidaron un modelo en red, más horizontal y con alcance regional. La cuarta y actual generación es producto de la desmovilización de las FARC tras el Acuerdo de Paz y de la transformación de las otras organizaciones. De esta última hacen parte las disidencias, el Clan del Golfo y agrupaciones urbanas como La Oficina en el Valle de Aburrá o Los Costeños en Barranquilla.
Sugerencias: Policía Antinarcóticos frustra envío de seis kilos de cocaína a Europa desde el aeropuerto de Cartagena
La estructura actual del crimen en el país funciona como una red compuesta por múltiples grupos con distintas capacidades. En un primer nivel, estructuras como el Clan del Golfo y las disidencias combinan control territorial, capacidad militar y funciones de gobernanza local. En un segundo nivel operan grupos con influencia subregional, como La Cordillera en el Eje Cafetero, enfocados en la violencia y el control de mercados. En el último nivel se ubican bandas barriales que controlan el microtráfico y prestan servicios a organizaciones más grandes.
Estas organizaciones poseen una notable capacidad de «reciclaje criminal», pues reclutan con facilidad a integrantes de otros grupos armados, lo que les permite recomponerse rápidamente tras la captura de sus líderes. Su control territorial no es homogéneo: va desde bandas dedicadas al hurto hasta organizaciones como el Clan del Golfo en Urabá, que establecen gobiernos paralelos, regulan la vida cotidiana, administran justicia y cobran tributos.
A diferencia de los carteles mexicanos o las mafias europeas, estos grupos no buscan el control total de los mercados, sino que operan como empresas especializadas en eslabones específicos, como el cultivo o el procesamiento. Esto los llevó a diversificar sus rentas con la extorsión, el sicariato o la minería ilegal de oro. Su rol cambió de controlar la distribución internacional a ser principalmente proveedores, perdiendo protagonismo en el mercado global.
Además, los expertos señalaron que estas estructuras han “domesticado” la violencia para no atraer la atención de las autoridades. En lugar de atacar abiertamente a la Fuerza Pública, la usan para controlar mercados y comunidades a través de amenazas, confinamientos y desplazamientos forzados, mecanismos más difíciles de medir. Su relación con el Estado también mutó: ya no lo ven como un obstáculo, sino como un instrumento funcional a sus intereses a través de la corrupción y la cooptación.
Durante cinco décadas, el Estado colombiano implementó diversas estrategias contra el crimen, enfocadas en la lucha contra el narcotráfico mediante operativos militares, policiales y mecanismos de sometimiento. Sin embargo, el informe concluyó que la capacidad de adaptación del crimen organizado contrasta con la rigidez institucional para modificar sus estrategias con la misma agilidad.
Esta dificultad responde a la falta de articulación interinstitucional y a una concentración en acciones reactivas que no atacan los problemas estructurales asociados a la criminalidad. La FIP insistió en que para que las estrategias sean efectivas deben abordar el problema desde una perspectiva multidimensional, que combine la represión con el fortalecimiento institucional, la reducción de la corrupción y el desarrollo de alternativas socioeconómicas para las comunidades afectadas.
Para ello, el análisis propuso una serie de ideas clave, como revisar el marco normativo de sometimiento a la justicia para hacerlo más funcional y atacar sistemáticamente la corrupción. También recomendó ajustar la arquitectura institucional para que sea más flexible, mejorar la caracterización del fenómeno y modificar los indicadores de éxito para que no solo midan resultados operativos, sino la desarticulación de redes y la afectación a sus finanzas.
Finalmente, sugirió priorizar casos de macrocriminalidad, fortalecer las capacidades locales con diagnósticos microterritoriales, generar información pública y confiable, reformar el sistema penitenciario para que las cárceles dejen de ser centros de operaciones y abordar el reciclaje criminal con una mayor articulación entre las políticas de reincorporación, inteligencia y judicialización.
De Colprensa